Las trampas y el autoengaño en juegos: la falacia de Montecarlo, el pensamiento inductivo y los juegos mentales

falacia de montecarlo y dados de casino

Una pequeña reflexión sobre el cerebro del ser humano

Los humanos somos seres de costumbres; por naturaleza hemos desarrollado un cableado mental que nos lleva a buscar un cierto grado de inercia consecuente con nuestro modo esperado de pensar y de comportarnos.

El acto mediante el cual las neuronas crean una memoria e identifican un patrón supone un fenómeno maravilloso con el que se evita un constante reaprendizaje.

Privado de los atajos del registro memorístico, el hombre sería incapaz de modelar ideas abstractas que habilitan la posibilidad de construir otras todavía más abstractas, y sin ellas nuestra especie no habría avanzado como lo ha hecho hasta ahora.

Empero, que los recuerdos alojados en la memoria sirvan para interpretar con supuesta eficacia aquello que nos rodea no implica que lo contrario no sea cierto; a ratos los conocimientos que poseemos distorsionan subjetiva y erróneamente nuestras percepciones y expectativas.

¿Quién no ha sido engañado y se ha autoengañado alguna vez?

¿Quién no ha malinterpretado el carácter, las intenciones y las ideas que sobre algo o alguien en un principio se tenían?

Las excepcionales cualidades racionales de las que nuestra especie está dotada, esa capacidad para interpretar, formular y recordar, vienen ligadas por obligación con la posibilidad de equivocarse.

Por lo tanto, los humanos somos susceptibles a caer en manipulaciones y sesgos que vienen tanto de mano propia como ajena; los jugadores debieran ser conscientes de ello.

La falacia de Montecarlo

De relevancia en juegos competitivos y no competitivos, una falacia que debe ser conocida es la de Montecarlo.

El razonamiento que sigue la falacia es bastante sencillo: describe un salto lógico que lleva a la falsa creencia de que el resultado de un desenlace independiente aleatorio pasado determina el resultado de un desenlace independiente aleatorio futuro.

El paradigma canónico con el que se explica la falacia es el lanzamiento de una moneda.

Contando con un anverso y un reverso equilibrados —y sin entretener la nimia posibilidad de que caiga de lado—, sabemos que la probabilidad de salir la cara A es de 0.5 (½).

En un segundo lanzamiento, por consiguiente, la probabilidad de que esa misma cara A acabe saliendo dos veces seguidas sería de 0.5 · 0.5 = 0.25 (½ · ½ = ¼).

En un tercer lanzamiento, por consiguiente, la probabilidad de que esa misma cara A acabe saliendo tres veces seguidas sería de 0.5 · 0.5 · 0.5 = 0.125 (½ · ½ · ½ = ), y así sucesivamente.

Acumulando cada lanzamiento, la estadística enuncia que la probabilidad de que salga una secuencia alargada concreta es pequeña; ello nos podría llevar a pensar por instinto que, tras observar varias veces un resultado A, podemos confiar en que después es más probable que salga B.

El defecto del razonamiento reside en asumir que la improbabilidad de una dada secuencia implica que un posterior lanzamiento se verá condicionado por ella, no siendo entonces la probabilidad del lanzamiento de ½.

La falacia de Montecarlo debería tener un valor precautorio para los tentados espíritus que se creen capaces de vencer a la casa en juegos como la ruleta; harían bien en anotar que doblar la apuesta, digamos al color rojo, tras salir muchas veces el color negro no es garantía alguna de que la bola vaya a posarse en una casilla roja.

La probabilidad de caer en un color siempre será de un 0.4637 sobre 1 cada lanzamiento —si  la ruleta es europea, la americana lo tiene todavía peor—.

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Se dice que la falacia adquirió su nombre actual en 1913 debido a una ruleta de Las Vegas. En el casino de Montecarlo sucedió que la bola cayó 26 veces seguidas sobre el color negro, un evento extremadamente improbable. Foto: Malte Hempel

La falacia de Montecarlo y las ansias de justicia del jugador

La gimnasia mental no es exactamente igual, pero las consecuencias del fallo lógico se manifiestan con frecuencia en el practicante de juegos competitivos. Tras perder varias partidas seguidas en una sesión, bien se atribuya a errores legítimos o a un desfavorecedor RNG, algunos jugadores muestran una obcecada fijación en iniciar nuevas partidas porque «por probabilidad tengo que tener suerte y ganar una».

Tal vez apoyándose sobre datos que proveen información histórica pasada, como un porcentaje de victorias positivo, no se darán cuenta del acopio de irritación que afecta negativamente a su rendimiento.

Es por ello que ha de advertirse sobre la utilidad del descanso de unos minutos tras varias derrotas para disipar el estrés o de directamente dejarlo por el día si este ha sido contraproducente.

Si el jugador no desea abandonar la sesión conviene reiterar la alternativa del análisis de derrotas con el objetivo de encontrar errores estratégicos y tácticos subsanables de cara al futuro.

El error de la lógica inductiva y los "mindgames"

Continuando con otro fallo común, reflexione el lector sobre la próxima aseveración: «hasta la fecha el Sol ha aparecido en el Este y se ha ocultado por el Oeste; por lo tanto, en el futuro el Sol siempre aparecerá en el Este y se ocultará por el Oeste».

Lo que acabamos de leer es una afirmación lógica de razonamiento inductivo.

A partir de una observación particular sobre una muestra de hechos pasados hemos extrapolado una supuesta verdad universal aplicable a los hechos futuros.

El problema de los razonamientos inductivos origina en las limitaciones que presenta justificar la validez de una conclusión sobre hechos todavía no observados gracias a la veracidad de premisas similares anteriores.

¿Realmente se puede asegurar sin ningún ápice de duda que el Sol saldrá por el Este y se ocultará por el Oeste mañana?

¿Siquiera estamos seguros de que amanecerá al día siguiente?

La limitación del razonamiento inductivo es un rompecabezas bien conocido en las ramas filosóficas de la lógica y de la epistemología; señala una potencial inconsistencia en el método mediante el cual los humanos generamos aquello que consideramos conocimiento, sea este absoluto o probabilístico.

Si al científico le molesta debido a la imposibilidad de observar todo el universo para verificar sus verdades, para el jugador el problema de la inducción hace acto de presencia a través de lo que denominamos «juegos mentales» o «mindgames»

Los supuestos en los que dichos juegos mentales emergen son dos: cuando por experiencia el jugador está familiarizado con el estilo del oponente o cuando el jugador y el rival ostentan sustanciales habilidades; en cualquiera de los casos es imprescindible precisar de conocimientos técnicos sobre el metajuego y sobre las opciones viables que podría perseguir el contrincante en un estado de partida concreto.

¿Qué son los juegos mentales o "mindgames"?

Expliquémonos. Las faltas de confiar demasiado en la constancia esperada de la costumbre quedan evidenciadas conforme las aptitudes del jugador maduran.

Principalmente en juegos de información incompleta en los que se ha de operar bajo sofisticadas conjeturas, alcanzado un cierto grado de destreza se desbloquea la dimensión de los juegos mentales, cuya sutil complejidad hay que aprender a navegar.

Los juegos mentales son pequeños duelos divinatorios que acontecen dentro de la cabeza de los jugadores que poseen experiencia en el metajuego.

Sin la imagen completa de los planes maquinados por un oponente, en estos juegos los participantes han de predecir lo que va a ocurrir y toman decisiones que asumen como verdad tales supuestos; a menudo las predicciones se efectúan a la luz de lo que particularmente se conoce sobre el rival.

Por ejemplo, si un jugador A se ha distinguido por su hiperagresividad, un racional y consciente jugador B decidiría no correr riesgos innecesarios que se expongan a perder ante estrategias hiperagresivas.

Incluso al jugador B se plantearía tomar pasos específicos que a ciegas contrarresten la anticipada estrategia de A.

No obstante, el jugador A podría ser también consciente de su proyectada predilección hiperagresiva y sorprender a B al decantarse por un estilo de juego opuesto al típico suyo, tal vez siendo codicioso para aprovechar la exorbitante paranoia defensiva de B.

Pero, además, B podría advertir esa posibilidad y optar entonces por ser él el agresor.

No queriendo entrar en un bucle, A y B han de decidir antes del inicio de la partida lo que van a hacer, y mientras que las preferencias estilísticas deben ser conocidas, A y B errarían al cometer un fallo de inducción.

Mas la dinámica del juego mental no termina ahí, pues ya dentro de la partida —y si A y B son hábiles— harían esfuerzos para que el contrincante reciba señales engañosas que le hagan pensar que está desplegando una estrategia que en realidad no tiene intención alguna de perseguir; simultáneamente A y B intentarían camuflar lo que realmente planean hacer.

En otras palabras, los jugadores irían de farol, y asimismo es posible que acepten o rechacen esos faroles recíprocos.

Durante una guerra, tres de las funciones primordiales que una agencia de inteligencia cumple son las de recabar datos, interpretarlos y alimentar al enemigo con otros que le ofusquen  la visión de lo que está pasando.

«Chicken feed» es el término de contraespionaje anglosajón designado para referirse a información que siendo verídica no proporciona utilidad práctica; se emplea con regularidad para establecer lazos de falsa confianza entre un agente doble y una agencia rival.

Uno de los embustes más famosos de la Edad Contemporánea dio lugar en la Segunda Guerra Mundial.

En 1943 la Operación Carne Picada llevó a los Aliados a inventarse la elaborada identidad ficticia de un cadáver con documentación que detallaba falsos planes militares para invadir Grecia.

Un submarino británico arrojó el cuerpo uniformado de oficial con los documentos en la costa de Huelva con la esperanza de que acabarían pasando por manos alemanas.

El plan funcionó, y Carne Picada desvió a las fuerzas del Eje desde Sicilia, foco del verdadero ataque, a Cerdeña y el Peloponeso.

De no ser por el esmero tomado en crear una mentira creíble, es de esperar que los alemanes no hubiesen mordido el anzuelo.

El competidor de alto nivel, aunque ni mucho menos espía ni agente secreto, tiene que asimilar el principio del engaño como potencial baza a su favor si es que el juego se lo permite.

Parte de lo que se necesita para ganar es conocer primero a lo que uno se enfrenta.

Manteniendo al oponente en la oscuridad, denegándole acceso a información esclarecedora y enviándole señales engañosas ya se estaría ganando en un ámbito de extrema importancia.

Empero, no pensemos que hay virtud inherente en el simple hecho de no adherirse al consenso ortodoxo.

Si deseamos examinar casos reales en los que los juegos mentales están presentes no tenemos que buscar muy lejos.

En el Texas hold’em es frecuente el uso de faroles; también de gafas de sol y la famosa «cara de póker», las dos tácticas externas con las que se impide al resto de la mesa identificar lo que se está pensando o si la calidad de la mano robada es buena o mala.

En cada ronda las acciones de los participantes expresan la posición se tomada, y a lo largo de muchas surgen patrones susceptibles a ser explotados por aquellos que cuentan con la astucia y la templanza para ello.

En juegos de mesa en los que se ofrecen múltiples rutas de victoria o tipos de interacciones, como de diplomacia o de comercio, los participantes tienen incentivos para engañar, dando la sensación en sus negociaciones de ser débiles o de perseguir objetivos que no entran en conflictos de interés directo con los del resto de participantes.

Lo mismo se puede decir de títulos en los que el jugador no sabe a ciencia cierta si asestar un golpe mortal al rival es factible.

Como regla general, cuanta más información oculta haya más dinámicas mentales habrá.

Sea como fuere, la realidad de los juegos mentales aporta un nuevo argumento para promover la proactividad estratégica.

Mayor reactividad acarrea consigo una mayor incertidumbre al conceder que la iniciativa correrá a cargo del contrincante y no de nosotros mismos.

Junto con tácticas dirigidas a generar caos y confusión, mediante la proactividad se minimizarían los supuestos en los que uno se expone a incógnitas determinantes del resultado final.

Igualmente, la proactividad enmarca con concreción los contextos en los que nos encontraremos ante un posible juego mental del rival, predisponiéndonos con ello a adaptarnos con fluidez ante una situación del tipo.

En definitiva, en este último apartado hemos expuesto por qué el jugador dedicado debe ir más allá de las tácticas accionables del juego y amueblar su cabeza con el fin de evitar a toda costa sesgos destructivos.

Una vez más, la disciplina mental y el análisis aplicado se revelan como los mejores hábitos que le alejarán del mal camino.

Por último, a medida que se progrese en habilidad el jugador descubrirá ineludiblemente los juegos mentales; sepa que a partir de entonces estarán allí en todo momento y que recelar de ellos es un vano ejercicio.

Abrácense sus dinámicas; no por los malos sino por los buenos momentos que traen.

Pocas cosas son más entretenidas que la sensación de haber enredado a un oponente habilidoso.

Instancias en las que un campo se ha colocado patas arribas por las acciones de un joven intruso o un foráneo no faltan: Louis Pasteur era un químico que cambió la medicina; mientras que Michael Faraday, sin saber apenas matemáticas, descubrió ciertos principios del electromagnetismo gracias a los cuales hoy comprendemos el funcionamiento de la electricidad; en el terreno de los negocios, la industria cinematográfica no sería la misma sin las aportaciones de George Lucas y de Steven Spielberg; y tanto Bill Gates como Steve Jobs se distinguieron en su época por coger tecnologías de nicho y darles aplicaciones de mercado valiosas que nadie antes había imaginado.

En juegos competitivos ha ocurrido lo mismo. Basta con curiosear cómo eran los metajuegos del pasado para percatarse de los cambios estilísticos que van surgiendo a lo largo del tiempo.

No se extrañe el lector de que las desconcertantes dinámicas de los juegos mentales, en realidad pequeños dilemas que marcan una gran diferencia de habilidad, gocen de especial notoriedad en títulos de información incompleta en los que analizar el campo de batalla no otorga una visión definitiva del estado de la partida, es decir, en títulos donde por virtud de cálculo bruto no es posible determinar la cantidad total de variaciones existentes.

En jugadores que no se conocen pero entienden que están a un cierto nivel, las dinámicas son también importantes, quitando que suman en complejidad y se basan en el ethos del metajuego general en detrimento del metajuego local particular.

Que los juegos mentales mantengan relevancia en circuitos de alto nivel se debe asimismo a la versatilidad demostrada por aquellos que alcanzan a competir en ellos.

Que un jugador establecido cobre fama por ser unidimensional no nos exime de ser precavidos, ya que esa clase de jugadores es la que más rápido podría cambiar de estilo y también tiene más de una forma de llegar a su posición de partida deseada.

Al mismo tiempo, hay engaños que no funcionan sin la certeza de que el oponente se encuentra capacitado para detectar y dudar de la veracidad de ciertas señales; la razón por la cual es así radica en la amplitud de perspectiva que queda relegada para los más expertos.

El concepto se encuentra reflejado en la «ignorancia socrática», ya aludida su existencia hace más de dos mil años por el filósofo Sócrates a través de su aprendiz, Platón.

«Sólo sé que no sé nada» o «sólo sé una cosa: que no sé nada» son aforismos que reflexionan sobre los vacíos de saber que tiene hasta la mente más erudita.

La ignorancia socrática apunta de manera implícita a la inseguridad adquirida según se profundiza en el estudio de cualquier materia.

Cuando, por ejemplo, buscamos la respuesta a un determinado misterio, es frecuente que se dé un efecto multiplicador en el que la vieja duda, ya resuelta, se vea reemplazada por dos nuevas.

Repetido el proceso en cadena nos percatamos de la inmensidad de lo que nos es desconocido.

En juegos competitivos de información incompleta, la confluencia entre juegos mentales, engaños e ignorancia socrática ocurre cuando un jugador capta un indicador parcial de que el oponente se prepara para desplegar una estrategia X.

Allí donde un individuo de nivel intermedio interpretaría acertadamente que se enfrenta, en efecto, ante la estrategia X, el consumado maestro vería que en potencia se enfrenta a un subtipo de estrategia X1, X2, X3 o incluso ante una estrategia Y disfrazada de X.

Necesitando más información que verifique sus sospechas, el maestro tiene más probabilidades de realizar un diagnóstico fallido que el jugador intermedio en algunos escenarios.

Al menos en un plano teórico, las contramedidas del primero serían entonces inferiores a las del segundo; apreciar la eventualidad es trascendental puesto que hay ocasiones en las que el competidor profesional comete errores que parecen absurdos a juicio del espectador.

Además, ello en parte explica por qué a lo largo de la historia aparecen personas que revolucionan prácticamente cualquier disciplina al no haber vivido lo suficiente como para ser sometidos a las enseñanzas convencionales.

Miguel Fernandez

Miguel Fernandez

Finalidades de una táctica
El desequilibrio del metajuego y las tres finalidades de una táctica

Aunque existan formas más concretas y útiles de clasificarlas, se puede concluir que cualquier táctica desplegada por un jugador cumple a grandes rasgos una de tres finalidades.

Además de aspectos como la interacción y la posibilidad de contrarrespuesta, cualquier metajuego saludable requiere la presencia de tácticas que cumplan los tres tipos de finalidades.