El poder de la presión psicológica y la mentalidad competitiva

showmaker league of legends
Credit - Riot Games

Introducción

Por la razón que sea, los seres humanos encontramos fascinante empapar de una retórica cautivadora a otros seres humanos.

Primero nuestra especie se dedicó a la elaboración de épicos relatos mitológicos, ensalzando figuras legendarias que contra todo pronóstico lograban lo imposible; después adornamos con detalles, a veces falsos pero llenos de carices nobles, las narrativas históricas del pasado; ahora hacemos algo parecido con los grandes atletas de nuestro tiempo.

La cultura popular ha mitificado a la mano de dios de Maradona, a los pases de Magic Johnson, a la velocidad de Usain Bolt o a la personalidad combativa y carismática de Muhammad Ali.

Cuando hablamos de ellos lo hacemos para conmover con sus casi inhumanas proezas; con esas historias les conferimos un aura especial a la minoría de individuos que llega a lo más alto de su deporte.

Y, sin poner en tela de duda sus pasmosas habilidades, los atletas de la más alta élite no dejan de ser personas, gente cuyos orígenes fueron muy distintos y en ocasiones han estado repletos de comportamientos autodestructivos.

Con frecuencia, el hecho de triunfar con un duro bagaje personal redobla, si no la admiración profesada hacia la persona, los matices de su excepcionalidad.

       

Las leyendas de los esports no funcionan de la misma forma

 A unas cuantas escalas de magnitud por debajo de los deportes tradicionales, los aficionados a los juegos competitivos tenemos nuestros propios iconos; venderlos como atletas al uso, sin embargo, es difícil.

Al efímero ciclo de vida de los títulos competitivos se le suma el hecho de que los jugadores actúan como vehículos escondidos de la acción en lugar de ser ellos mismos la principal atracción para el espectador.

Por ejemplo, todos los años decenas de millones de personas se conectan a las retransmisiones de las finales de mundial de League of Legends, incluso copan el aforo de los estadios en los que se albergan; pero las probabilidades de que el público acuda al evento por un determinado competidor son bajas.

La atención, al fin y al cabo, tiene que centrarse en la partida.

Si no se colocara un letrero con el alias y algún que otro plano de cámara enfocando a la persona, podríamos olvidarnos rápidamente de a quién o a quiénes estamos observando.

En cambio, en un deporte normal los competidores acaparan significativamente más la atención.

Que los atletas se enfrenten entre ellos o con el árbitro forma parte tan importante de la parafernalia esperada como el evento en sí, y los quehaceres de sus vidas personales, inaccesibles para la mayoría, quedan tan lejos de la realidad que no hacen más que sumar al sensacionalismo provisto por el espectáculo.

¿Qué ofrecen, por su parte, los juegos competitivos? Jóvenes sentados, inmóviles y con una callada expresión pétrea.

Por la naturaleza de la actividad y el diseño es así, pero además debe serlo, pues cuando la línea que separa la derrota del éxito depende de mantener una mente fría, los estallidos de emoción se pagan caros.

Innovation starcraft 2 player
La inmutable expresión de Innovation

Lee «Innovation» Shin-hyung, con la mirada perdida mientras olfatea el ramo de flores que le fue entregado después de perder la final de la Global Starcraft League: Korea S1 en 2013.

Innovation comenzó la final con fuerza al ganar las tres primeras partidas del match.

Preparado para ganar una cuarta, su rival, «Soulkey», remontó consecutivamente las cuatro siguientes.

Tal giro de tornas en el torneo más exigente de la época hubiese hecho perder los nervios a casi cualquier otro jugador.

No a Innovation, cuyo condicionamiento mental, al menos en apariencia, siempre ha dado la sensación de ser uno calmado y excelente.
Caracterizado por un casi inigualable palmarés y por su comportamiento distante, conforme el surcoreano creció fue enseñando una faceta más descarada y amigable de su persona.

Pero esta es la estoicidad con la que los grandes jugadores de videojuegos se aproximan a su oficio.

La inmutabilidad, una necesidad para el jugador

La carencia de expresividad, la supresión emocional y el potencial subproducto de las dos, la propensión a ser introvertido, suponen un tema curioso en juegos competitivos, en especial cuando se tiene menos edad.

Requiriendo un extenso régimen de práctica que no tolera el tiempo para otras actividades, adolescentes y jóvenes adultos en el oficio no siempre encuentran fácil la transición a entornos que se alejen de su profesión; el apego al monitor, al juego y al grupo de afines privan de experiencias de vida diversas que a menudo provocan que se comporten con alguna que otra peculiaridad; juzgar si ello es algo malo o bueno no forma parte de nuestro análisis.

No obstante, hemos de anotar una realidad que se desprende a partir de las observaciones anteriores: detrás de la máscara externa, hasta el competidor más retraído siente una pasión a ratos irrefrenable y obsesiva por su negocio; debido a ello su bienestar emocional, aunque sea durante un breve período de tiempo, se encuentra fuertemente ligado al resultado de sus partidas.

Lo último que quiere un jugador dedicado es perder haciendo el ridículo; todavía más que la diversión, lo que busca es fulminar a su oponente, sentirse poderoso y demostrar que él es mejor.

Explotando el orgullo del jugador

Aceptando la tesis del orgullo propio, una potencial ruta de explotación estratégica se abre ante nosotros.

Si cualquier persona acaba cediendo ante la presión adecuada —y si deseamos ser buenos estrategas— hemos de admitir la existencia del factor psicológico que discurre en paralelo a cada partida.

Conocer las inseguridades y el modus operandi de un potencial adversario se convierte así en una herramienta con la que asestarle un golpe allá donde más le duela.

En los niveles más altos de cualquier competición el fenómeno psicológico cobra una forma muy interesante.

Los mejores jugadores practican todo el rato entre ellos y se conocen bien los unos a los otros; incluso es normal que sean buenos amigos.

De la frecuencia de interacción y enfrentamiento se deriva una dinámica en constante flujo de cambio.

Los jugadores intentan sorprenderse con estratagemas que consideran aptas para explotar las debilidades que perciben en cada uno de sus conocidos contrincantes.

Al tener que entrenar tanto tiempo y entre tantos pocos la respectiva élite de cada juego se dedica a la experimentación, realizando ligeros ajustes en su estilo personal de forma recursiva.

Y, ¿quién lo diría?, esos pequeños ajustes de los que hablamos casi siempre tienen un carácter estratégicamente proactivo, motivados por la propia idea de anticiparse para pillar al rival con la guardia baja y llevarle así lejos de su zona de confort.

Desarrollemos un poco más la idea. Si hay que jugar por dinero contra un oponente de similar nivel, alguien que probablemente sea conocido, ¿en verdad debe jugarse de forma reactiva si se existe la posibilidad de no hacerlo?

Una buena lógica demanda un análisis del rival para atraerle hacia situaciones de partida que le dirijan a una posición que se sepa que le es precaria.

Estaríamos haciendo algo que, si bien no consigue molestarle, por lo menos le obliga a desviar sus atenciones prioritarias para solucionar aquello que le estamos presentando como amenaza, abriendo la posibilidad de que se olvide del resto de cosas que debe hacer para ganar.

Llevada al límite, esta conducta sí puede acabar creando una situación en la que nuestro oponente no sólo se frustra, sino que le conduce al bloqueo mental e incluso al miedo.

Con el bloqueo se le impide pensar con lucidez a la par que le provoca estrés enfrentarse a nosotros.

Aunque la disposición a emplear tácticas maquiavélicas en la vida real no sea, en mi opinión, una actitud recomendable, es innegable que el cinismo ofrece una dosis de pragmatismo que en el contexto adecuado se puede demostrar muy efectivo.

De seguro el lector habrá conocido al menos a una persona que obre sin escrúpulos, que se hallé dispuesto a pisar a los demás si con ello consigue salirse con la suya.

Una aproximación de efectos y expresión menos lesivos permite trasvasarse a los juegos competitivos.

Asumiendo que el lector es jugador, lo más probable es que se reúna con amigos o familiares para echar una partida de vez en cuando; puede entonces aprovechar lo que conoce sobre ellos para perseguir sus objetivos de victoria.

Lo mismo tiene un padre que se intranquiliza ante un tipo específico de táctica, un hermano que se enfada rápidamente o un colega que tiene dificultades para concentrarse si juega contra una mujer en la mesa —anecdóticamente, entre niños y adolescentes pasa bastante—.

El problema de emplear dicho enfoque cuando se compite en ambientes casuales es que las ganas de jugar de los participantes podrían verse superadas por la repulsión que se acaba profesando hacia aquel que adopta semejantes posturas.

Trátese esta materia con cuidado.

La omnipresente amenaza de jugar bajo un estado mental alterado es algo que no ha de subestimarse; entre oponentes con habilidades equiparables es el aspecto que inclina la balanza hacia uno de los dos lados.

En la más alta competición surge con frecuencia un debate que contrapone al jugador genial frente al jugador consistente. Entiéndase, existen competidores que en sus mejores momentos aparentan ser imparables.

Sin embargo, su rendimiento llega a tal punto de inconsistencia que les impide alcanzar todo el potencial que como atletas se esperaría de ellos. Toda escena competitiva cuenta con talentos de este tipo.

¿Cómo de efectivas pueden ser las estrategias proactivas?


Una anécdota personal

Quizá para explicar el poder que tiene someter a presión al contrario haríamos bien en explorar desde el punto de vista de alguien que ha sufrido semejante cosa en carne propia.
Corrían los meses finales del año 2014; por aquella época contaba diecisiete años, y recuerdo con inusual nitidez haber jugado decenas de partidas de Starcraft 2 contra un individuo que por alguna razón u otra había tomado como alias online el nombre de «Gordon Brown»; debía ser un fan del ex primer ministro laborista de Reino Unido, supongo.

Sobre el papel, tanto Gordon como yo ostentábamos el mismo rango de liga, que con algo de pomposidad se denominaba «liga de maestro» y englobaba alrededor del dos por ciento de los mejores usuarios activos del servidor europeo.

Mas, considerando casi todos los parámetros pertinentes, de los dos yo era el jugador objetivamente superior: siempre ocupaba uno de los diez primeros puestos de cien de mi correspondiente grupo de liga —Gordon solía estar en el medio—; en las repeticiones de partida se podía observar que mis reflejos y capacidades de reacción eran más veloces; y mi balanza de victorias en los tres emparejamientos entre razas de Sc2 rondaba una media superior a la suya, que contrastando con la mía era inferior al cincuenta por ciento.

Para mayor inri, el repertorio de estrategias que tenía preparado era más flexible, especialmente en el mirror protoss vs protoss que nos tocaba jugar cada vez que el servidor decidía emparejarnos.
Y pese a lo escrito, rara fue la ocasión en la que no quedé a la merced de los tejemanejes que Gordon se traía entre manos.
La lamentable espiral comenzó, como lo suele hacer, una tarde cualquiera, con un par de tontas derrotas causadas por lo que se llama un «build order loss», situación en la que la apertura, que a veces en Sc2 se escoge a ciegas, lleva por cuestiones técnicas del juego a una pérdida automática.

Nada que justificase un enfado; esas cosas pasaban. El episodio podía haber terminado ahí y no hubiese supuesto más que una mera instancia de mala suerte. Poco sabíamos Gordon y yo que los algoritmos de selección de partida se encapricharían con juntarnos.
A partir de entonces Gordon se asomó más y más en mis sesiones de tarde.

Si bien ganaba algún que otro embate, hacerlo suponía un ejercicio exhaustivo gracias al particular talento que el nuevo intruso en mi vida poseía para escoger estrategias que precisamente encontraba difíciles de contrarrestar.

¡No me lo podía creer! Si anticipaba un ataque por edificio «proxy», Gordon se las arreglaría para esconderlo justo en el único recoveco del mapa donde decidía no mirar, o detectaría uno mío rápidamente; si yo invertía en «oráculos» —una unidad aérea que ataca a unidades de tierra y se usa para dañar la economía enemiga—, él me sorprendería con fénix, una unidad diseñada para hacerlos trizas.
Hubo una ocasión en la que con información incompleta asumí que había que defender mi base de un all-in concreto.

¿Por qué no lo haría? A Gordon no le gustaban las partidas de juego tardío ya que era incapaz de mantener el ritmo de multigestión.

Tras determinar por cuestiones de cronómetro que me había equivocado en mis deducciones, decidí movilizar a mi ejército para obtener un poco de control del mapa.

La expresión estupefacta que esbozó mi cara debió ser digna de ver cuando, apenas unos momentos después, mis otrora preparadas unidades se encontraban fuera de posición para responder a un ataque que llegaba un minuto más tarde de lo que debía hacerlo.

¿Acababa de caer víctima ante un artificioso ingenio por parte de alguien que sabía que yo sabía lo que estaba haciendo y decidió hacerme una inesperada jugarreta? ¡No! Resulta que Gordon se había retrasado al meter la pata en la ejecución de la apertura; el casual desliz le dio una inesperada y enfurecedora ventaja.
Después de unas cuantas partidas mi cabeza empezó a albergar sospechas; me pregunté si era posible que Gordon estuviera utilizando algún tipo de trampa, en concreto un software externo que anulaba la niebla de guerra para visualizar las acciones del rival y así operar con información completa.

Examinando con lupa las repeticiones y visitando el historial de partidas Gordon quedó descartada la hipótesis. ¿Era la de Gordon una cuenta secundaria para un jugador de más nivel?

Desde luego no lo parecía; la cuenta era vieja, tenía bastantes partidas por temporada y había experimentado un progresivo aumento de rango desde sus inicios, lo cual apuntaba a que se había comprado el juego y mejorado a un ritmo estable.

En efecto, parecía que Gordon no era un tramposo. Muy a mi pesar, tuve que aceptar que sus victorias habían sido legítimas.
Entretanto, las partidas continuaban encadenándose.

Conforme nuestra rivalidad se desarrollaba, lo que antes eran ligeras equivocaciones se convirtieron en errores torpes que contra otros no hubiera cometido.

Rara era la vez que atinaba; Gordon me tenía bien enfilado con un despliegue de estrategias predeciblemente agresivas pero eficaces.

La frustración fue acumulándose; el chat de texto daba fe de ello. Los típicos mensajes amistosos del principio de partida se tornaron primero en silencio, luego en abierta y reciprocada animosidad. Un turbio intercambio de insultos y provocaciones típicos de adolescentes sobrevendría.
En un intento de evitar enfrentarme a Gordon seguidas veces, no pulsaría el botón de buscar partida hasta que pasasen tres o cuatro minutos, confiando en que él lo haría al instante y que los servidores le enlazaran así con otro jugador.

«¡Otra vez este cabrón!», suspiraría para mis adentros con enervada incredulidad cuando, para mi desesperación, el nombre de Gordon aparecía de nuevo en la pantalla de carga, seguro de que al otro extremo de ella él se hallaría rezongando algo parecido.
Con un impuesto límite diario de dos horas para utilizar el ordenador, hubo días dedicados en exclusiva a perder contra mi recién encontrado archienemigo.

Nunca he sido propenso a romper objetos por malhumorarme al jugar, aunque si hubo instantes en los cuales me he sentido con ganas de hacerlo, fueron, sin duda, aquellos.

Al final la situación llegó a tal punto de resignada desesperación que al cabo de unas tres semanas claudiqué; tiré la toalla y decidí cambiar la hora a la que me conectaba para esquivar a Gordon y tener emparejamientos que no fuesen mirror.

De las cuatro a seis de la tarde pasé a jugar en horario un poco más vespertino. Por alguna razón que se me escapa, acercada la noche jugadores de la raza terran eran más frecuentes en el servidor europeo.
Y ese fue el fin de la onerosa historia.

No volví a enfrentarme contra Gordon.

Meses después, habiendo refinado mis conocimientos técnicos sobre el mirror protoss vs protoss, me pregunté qué pasaría si fuese emparejado con él una vez más.

Jamás lo sabré.

Como acabamos de ver, convertirse en la némesis de alguien presenta una notable ventaja porque psicológicamente facilita, ya de entrada, la victoria; y que alguien sea la nuestra es tan indeseable como desagradable.

Para el ojo externo, la impresión dada por alguien que queda afectado al perder en una actividad realizada por ocio tal vez sea una confusa o desaprobatoria.

Haríamos bien en entender lo siguiente: un verdadero competidor que aspira a la excelencia tiene poca o ninguna razón para preocuparse por los oponentes o por las habilidades que percibe triviales; sí que recuerda con inquina, en cambio, cuando es incapaz de hacer algo o de vencer a alguien.

Yendo más lejos, su orgullo se verá excepcionalmente herido cuando se vea superado por un oponente cuyas habilidades juzga inferiores, por debajo de las suyas.

Todo ello conforma una parte natural de lo que yo llamo el triple proceso cíclico de aprendizaje.

Para alcanzar el éxito y perseverar, el competidor ha de nutrirse a partes iguales de un espíritu inconformista aparejado de un saber solamente adquirible desde el error y el fracaso.

Por lo tanto, el competidor aprende a levantarse, procede a caminar e inmediatamente después tiene que buscar un muro contra el que estamparse de nuevo.

Cuando, por la razón que sea, lo último no ocurra, se expone a caer en los peligros que acarrea la complacencia.

Conclusiones

Conectando el concepto de complacencia con el plano estratégico, la idea de encauzar las acciones con la expresa intención de ponerle la zancadilla al oponente, sobre todo si se comporta con aires de arrogancia, se demuestra efectiva.

Todos aquellos que compiten han perdido contra estrategias y tácticas que podían haber sido defendidas si no se hubiera colocado el piloto automático.

Fueron derrotados, a menudo, porque el oponente escoge la proactividad en detrimento del estatismo y no les deja hacer lo que su confiado esquema mental quería.

En suma, el presente apartado ha argüido en parcial favor de la adopción de estrategias proactivas por la facultad que poseen para hacer que el oponente pierda, además del control de iniciativa de la partida, la estabilidad emocional que es necesaria para rendir adecuadamente.

Debiera parecer una tautología declarar que el sometimiento a un mayor estrés incrementa las posibilidades de que se cometan errores, mas no son pocos los que al jugar no advierten este aspecto tan intrínseco a la acción humana.

Hay que vencer al rival, no al juego.

Cuando nos hallemos inmersos en una situación en la que se tenga que decidir entre más de una opción, sopésese bien cuál pondrá más nervioso al rival; no siempre tiene que ser esa decisión la más acertada desde un punto de vista puramente técnico.

Si es posible, préstese atención en igual medida a las debilidades y fortalezas ajenas; ambas proveen de indicios con los que dilucidar el ticket hacia la victoria.

El ajedrez y la presión psicológica

En numerosas ocasiones la abundante evidencia histórica ha demostrado que los sesgos y la lucha psicológica entre combatientes comienzan en etapas previas al duelo. A veces se manifiestan a través de banalidades engañosas como son el modo de hablar, de vestir o de comportarse.

Durante la Guerra Fría la maquinaria soviética de ajedrez era indiscutiblemente la más dominante del planeta.

El campeonato de la URSS podía ser considerado, a efectos prácticos, equivalente al campeonato mundial.

Sin duda, en torneos internacionales los jugadores que no pertenecían al bloque rojo debían sentir cierta presión a la hora de jugar contra aquella mole.

Las fuerzas que la naturaleza y la invernal disciplina rusa habían creado conformaban un intimidante grupo de individuos cuyo único objetivo no aparentaba ser otro más que el de arramplar con toda la competición por la gloria del socialismo y de la madre patria.

No era para menos.

Juzgado en la época como uno de las máximas expresiones de arte e intelecto, el ajedrez representaba un instrumento de propaganda con el que justificar la superioridad intelectual del sistema sociopolítico soviético.

De la misma manera que aquellos en posiciones de poder y fama hacen, los jugadores de la URSS traían consigo un elegante séquito auxiliar que cumplía asimismo el papel de estricto supervisor; cooperaban entre sí, actuando como uno cuando la situación lo requería.

Y, a pesar de conformarse por las mentes ajedrecísticas más brillantes de su tiempo, los soviéticos no renegaban, espoleados por el Comité Central y por la KGB, del empleo de tácticas de dudosa catadura moral.

Por ejemplo, pactarían empates sencillos —tablas— para potenciar a su jugador favorito y sabotear el posicionamiento en torneo de los jugadores extranjeros, algo que en especial sacaba de quicio a uno de ellos.

En la década de los cincuenta la víctima principal había sido Samuel Reshevsky, pero fue el prodigio estadounidense Robert James Fischer el más famoso perceptor del sabotaje soviético.

Personaje tan fascinante como triste, sin ayuda ajena Fischer ya de por sí solía comportarse de modo errático en público, discutiblemente más de lo que en él era esperado para molestar a sus oponentes.

De Bobby se han contado muchas anécdotas; una de ellas decía que ejercitaba su cuerpo para acentuar su imponente figura y para que su apretón de manos fuese más fuerte que el del contrario, y también demandaba pagos escandalosos para asistir a torneos, volviendo locos a sus organizadores.

Curioso resulta que, examinando su comportamiento, sea después una de sus frases más conocidas aquella que afirma que «sobre el tablero de ajedrez lo único que importa son los buenos movimientos».

Quizás Bobby sintiera desprecio por la psicología de los movimientos en la partida, y tenía razón al decir que a su nivel se ganaba escogiendo la mejor jugada posible, pero es innegable que hay elementos que trascienden más allá de los 64 escaques y que tanto los rusos como él recurrentemente intentaban explotarlos a su favor.

El cénit de la rivalidad soviética-Fischer —pues el genio americano realmente se encontraba solo ante la maquinaria comunista— se alcanzó en 1972 con la pugna por el título mundial entre Boris Spassky y Fischer. Match que acaeció en Islandia, de principio a fin estuvo rodeado de controversia y una inigualable cobertura mediática al ser la primera ocasión en la que un representante del Oeste presentaba seria batalla al dominio que los comunistas tenían sobre el ajedrez.

Entre otras cosas, Bobby llegó a insultar al público y a quejarse del ruido de la avenida del torneo. Fischer ganó el match.

Seis años después, con Fischer desaparecido, el disidente Viktor Korchnoi desafió a un joven Anatoly Karpov por el título mundial.

Aparte de tener los soviéticos en su posesión a la esposa y al hijo de Korchnoi, el equipo de Karpov trajo consigo a un hipnotista, y Korchnoi profirió sonoras quejas cuando Karpov recibió un yogur en medio de una partida, pues sospechaba que era una clase de código.

Karpov, por su parte, alegó haber recibido patadas por debajo de la mesa y se quejó de la reflexión producida por las gafas de sol que Korchnoi llevaba puestas.

Aunque demás juegos competitivos no tengan tanta interacción personal como el ajedrez, circunstancias similares en las que el comportamiento impacta la psicología de los participantes siguen existiendo.

El propósito de contar estas anécdotas, amén de que no caigan en el olvido, es que el lector sea consciente de la existencia de tales comportamientos en ambientes competitivos.

Son más comunes de lo que se piensa.

Miguel Fernandez

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